Diario El Comercio, Edición de la mañana., pagina 5, Febrero 2, de 1954
VAMOS A VER A CUÁNTO ASCENDÍA, EN 1910,
EL COSTO DE VIDA DE UN ESTUDIANTE
La crisis financiera se produce cuando no hay equilibrio entre los salarios y los costos. Si usted gana cien soles al mes y esto le basta para vivir, no hay crisis. Pero si, de pronto, por inflación o por desvalorización, usted no puede vivir con menos de trescientos soles al mes y sigue ganando cien, el equilibrio se ha roto y sobreviene la miseria. Si, en cambio, al subir la vida a trescientos, el sueldo de usted también sube a trescientos, no hay crisis. Hemos hecho una formulación simplista, porque la peripecia económica se relaciona con innumerables factores. Vamos a ver cómo era, en Lima, la vida de un estudiante en 1910. No nos referiremos al estudiante limeño, porque ese vive en su casa familiar. No es, pues, la expresión de un presupuesto. Escogeremos al estudiante provinciano, cuya familia disfruta de dorada medianía. El muy rico no es un índice económico. El muy pobre tampoco. Esta es la fuerza de la clase media. Digamos que el estudiante es arequipeño y quiere estudiar Medicina. Tiene que venir a Lima. Pasaje de Arequipa a Moliendo, seis soles. En ferrocarril, porque, gracias a Dios, no hay carreteras. Estada de unas horas en Moliendo, cuatro soles. Hagan ustedes el favor de llevar bien la cuenta. Pasaje, en vapor, de Mollendo al Callao, treinta y tres soles. Gracias a Dios no hay carretera. Gastos de fletero en el Callao, un sol. Sigan ustedes llevando la cuenta. Traslado a Lima hasta la casa de un paisano, que también estudia Medicina, un sol. Ese día era preciso almorzar con el paisano y estar con él hasta encontrar cuarto. Vamos a gastar con esplendidez. Ese día nos cuesta diez soles. Encontramos el cuarto: veinticinco soles mensuales y mes adelantado. En el cuarto nos ponen todo, ropa de cama, toallas y los muebles indispensables. Hay limpieza y decoro. Ya tenemos a nuestro flamante universitario decentemente instalado y con un mes de alquiler a su favor. Todo ha costado setenta y nueve soles. Empiezan las clases y nuestro estudiante debe desayunarse. Para ello tiene un cafetín amable y correcto en la calle Lescano, y otro, no menos atrayente, frente a la Facultad de Letras. No son los únicos, son los que nuestro estudiante tiene al paso. Una taza de café con leche y dos panes con mantequilla, quince centavos. O la misma taza de café con leche con dos panes con chicharrón, veinte centavos. Y aquel pan era pan, y aquella mantequilla era mantequilla, y aquella leche era leche, y aquel café era café. Como todo tiene término en la vida, las clases mañaneras llegan a su término y surge la hora del almuerzo. Nuestro estudiante no es un ricachón; tampoco es un pobrete. Puede darse el lujo de almorzar en el Franco-Peruano. Un cebiche –o sebiche–, unos frejoles negros con arroz y un bisté, treinta centavos. El bisté tiene algo así como un metro cuadrado. Una compota de orejones, diez centavos. Pan y café, cinco centavos. Quiere decir que el desayuno y el almuerzo han costado ochenta y cinco centavos. Otros veinte centavos en la merienda. El mismo café con leche, el mismo pan pinganillo, el mismo café, la misma leche, los mismos chicharrones. Pongamos setenta centavos para la comida, y conste que es un precio de lujo. Hemos gastado un sol con setenta y cinco centavos. Lo que hace al mes cincuenta y dos soles con cincuenta centavos. Que, añadidos al alquiler del cuarto, suman setenta y siete soles con cincuenta centavos. Nuestro estudiante duerme y come. Su pensión mensual es de ciento cincuenta, y aparte, sus padres le pagan los libros y los gastos escolares. Un terno vale treinta soles y un par de zapatos ocho. El lavado de ropa es barato. Nuestro estudiante vive bien. Sin lujo y sin dispendio; pero bien. Claro está que se trata de un estudiante organizado, de un niño formal, si tal cosa existe en el mundo. No falta una enamorada, que lo aleja del café y del billar. Tres veces a la semana hay que almorzar o comer en casa de uno u otro pariente, pues nuestro estudiante provinciano tiene algunos en Lima. Gentes honestamente acomodadas. Tallarines o ravioles los jueves. Pollo o pato los domingos. Parece que en Lima se ha cumplido el ideal de Enrique IV, aquel rey de Francia que quería que todos sus súbditos comiesen gallina los domingos. La tanda en el teatro vale nada más que veinte centavos. Muy de tarde en tarde, una o dos copitas de pisco, que, por aquel entonces, aún no era de azúcar y menos de alcohol de madera o de alcohol de maíz. Las tardes son para estudiar, las mañanas son de clases. Hay que robarle algunas horas a la noche para ir a ver a la chica, para ir al teatro y, de cuando en cuando, para bailar en algún sitio no muy santo. Además, siempre hay el recurso de enfermarse prudentemente y de tarde en tarde. Enfermarse lo suficiente para que papá y mamá se asusten un poco y manden un extra. No asustarlos tanto que sean capaces de viajar a Lima. Nuestro estudiante es un muchacho decente. Suele tomar helados donde Nove. Pero nada le gusta tanto como ciertas dulcerías que hay en el Cercado. También conoce, abajo del puente, algunos misteriosos lugares donde venden unos tamales miríficos. En la calle de San Diego hay un restaurantillo donde hacen, los domingos, un chupe de camarones que quita el sentido. Además, un sol de entonces es siempre un sol. No existe el temor de que el cambio suba o baje y de que de repente resulte que el sol vale ocho reales. Todavía nuestros periodistas no han aprendido a hablar de la balanza de pagos y de la balanza comercial. No tenemos financistas; pero tenemos finanzas. Donde no hay médicos no hay enfermos. Las enfermedades y los enfermos son la secuencia natural de los médicos. Aumente usted médicos y aumentará enfermos. En este ambiente idílico y paradisíaco se desenvuelve la vida de nuestro estudiante. Nunca se le ha ocurrido hacer huelgas, ni formar partidos políticos, ni salvar al Perú. Sabe que el cumplimiento de sus deberes cívicos empezará cuando se haya graduado y salga de la Universidad. Entre tanto, debe ocuparse seriamente en estudiar sus libros, en escuchar a sus maestros, en asistir a clases, en administrar de la mejor manera sus cinco soles diarios, en tener contenta a su chica y a no cometer sino travesuras y mataperradas confesables. En verano, hay que volver a la tierra. Ahí suspira una prima que espera que el primo sea doctor. En aquellos patriarcales tiempos, los muchachos siempre tenían una prima que los esperaba. Y a veces los esperaba toda la vida. Cierta vez, a un cuarterón le dijeron: cualquiera tiempo pasado fue mejor, y el cuarterón proféticamente replicó: cualquiera tiempo futuro, más pior. Quiera Dios que nunca se cumpla tan horrendo vaticinio. A lo único a que hay que aspirar es a que los sueldos guarden relación con los salarios y a que las monedas sean siempre iguales a sí mismas. Que sean como las personas bien educadas, que nunca cambien de genio. No es correcto eso de que despertemos a pagar dos soles con veinte centavos por un litro de esa agua blanca que llamamos leche y que, ayer, costaba un sol ochenta. Supongamos un marido que le entrega diariamente a su mujer, cincuenta soles. Llega un día en que esos cincuenta soles son solo cuarenta. Después treinta. Nada ni nadie resiste a tan feroces cambios de temperatura. La temperatura igual es signo de salud. La no alteración de las costumbres y de las monedas es signo de felicidad. Por lo menos de la humilde felicidad al diario, que es lo menos que podemos pedir.
F.