sábado, 6 de junio de 2009


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Abraham Valdelomar


En lo literario, como en todo, la palabra generación no entraña un concepto rigurosamente cronológico. Son hombres de la misma generación, los que persiguen el mismo propósito y trabajan con los mismos moldes. En el Perú y en el orden literario, no pasamos de frente del romanticismo a las escuelas modernas. Dicho de otro modo: no dimos un salto desde Espronceda y Zorrilla hasta Rubén Darío. Entre nuestros románticos y nuestros modernistas -aquí los llamamos Colónidos- florece una generación brillantísima. La representan, en prosa, Clemente Palma y Enrique López Albújar y, en verso José Santos Chocano y Domingo Martínez Luján. En ellos, queda el regusto del romanticismo, pero ya se percibe el perfume de las flores nuevas, del aroma de las corales recién abiertas. Nuestro último romántico es, acaso, Carlos Amézaga.

Los Colónidos lo que pretenden es reaccionar contra todo lo que les antecede, sobre todo contra lo romántico; no se inclinan mucho a los clásicos, pero no los desdeñan. Su único afán es crear algo nuevo, sin acordarse, jóvenes aquello sobre lo cual se refleja la luz lejana de una remota antigüedad. El movimiento lo encarna Abraham Valdelomar. No diremos que lo encabeza porque aquellos salvajes eran incapaces de reconocer y aceptar una jefatura. La generación de los Colónidos, literariamente hablando y con prescidencia de la faja cronológica, empieza -a juicio de quien pertenece a ella y es, quizá, su único sobreviviente- con José María Eguren y termina con José Carlos Mariátegui. Eguren tendría, a la fecha algo más de setenta años. Mariátegui estaría en los cincuentiocho. Como se ve, no es muy grande la abertura de tiempo.Valdelomar quiso ser nuevo en su obra, en su persona y en sus maneras. Y, sin embargo, era criollo. Su mayor ambición era parecerse a Baudelaire, a Oscar Wilde, a Barbey D'Aurevilly. Y, al cabo de tanto extranjerismo, terminó escribiendo «El Caballero Carmelo», el «Elogio del Gallinazo» y «La Mariscala», trabajos peruanísimos con los que nada tenían que ver las literaturas perversas. Su ensayo acerca de Belmonte puede considerarse trabajo peruano, ya que la afición taurina es tan fuerte en el Perú como en España. Valdelomar es prueba viviente de que el artista o es hijo de su tierra o no es nada. Se parece a las uvas de Champaña en que su jugo es grato para todas las bocas del mundo, pero sus cepas sólo brotan en el suelo de Champaña. Desde el punto de vista de eso que llaman arte puro, Valdelomar tiene producciones más hermosas que las que ya hemos citado. Por ejemplo, «Hebaristo, el Sauce que murió de Amor». Y este soneto, sollozante y serio, titulado «El Hermano Ausente en la Cena de Pascua».

La misma mesa antigua y holgada, de nogal,
y, sobre ella, la misma blancura del mantel,
y los cuadros de caza de anónimo pincel
y la oscura alacena, todo, todo está igual...

Hay un sitio vacío en la mesa, hacia el cual
mi madre tiende a veces su mirada de miel
y se musita el nombre del ausente; pero él
hoy no vendrá a sentarse en la mesa pascual.

La misma criada pone, sin dejarse sentir,
la suculenta vianda y el plácido manjar;
pero no hay la alegría ni el afán de reír
que animaron antaño la cena familiar;
y mi madre que acaso 4Igo quiere decir
ve el lugar del ausente y se pone a llorar...

Como éste tiene varios poemas a cuya altura no llegó jamás el autor de «El Caballero Carmelo»; pero «El Caballero Carmelo» tiene sabor, color y olor de la tierra del Perú y está realizado con delicadeza y soltura.

Valdelomar era un rebelde que sabía convivir con rebeldes. A mi juicio, Clemente Palma, Domingo Martínez Luján, José Santos Chocano y Enrique López Albújar, son los precursores de nuestra libertad literaria, los primeros que empiezan a librarnos del yugo que nos impusieron los clásicos y los románticos. Pero es el grupo de Colónidos, cuyo gonfalonero es Abraham Valdelomar, el que rompe los diques y corta las amarras. Valdelomar no era un jefe ni le habría gustado serlo. Tampoco habría podido. Pero su monósculo, la ancha cinta negra que de él partía, su seudónimo de Conde de Lemos, su infantil amor a todo lo aristocrático y su infalible instinto artístico, lograron que todos estuviéramos convencidos de que él expresaba, mejor que nadie, nuestras inquietudes y nuestras aspira­ciones. Estudiaba y trabajaba como un hombre y vivía como un niño. Sin quererlo, estaba sometido a las disciplinas clásicas. No creyó nunca en el versolibrismo ni cayó en los abismos ortográficos y pornográficos de Vargas Vila, victimador entonces, de tanto literato en cierne.

Antes del grupo de los Colónidos no existió en el Perú verdadero amor al arte. No se conocía el culto por el arte y la entrega total al arte. Valdelomar nunca hizo periodismo político. Alguna vez paseó en la orilla del pantano de la política. El paseo fue brevísimo. En general, los Colónidos hemos amado, sobre todas las cosas, al arte. Mi caso personal es claro. Hoy, en la ancianidad o poco menos, vuelvo, al cabo de algunas malandanzas políticas -no muchas, a Dios gracias- vuelvo a los floridos campos Colónidos que tan alegremente recorrí en mi juventud y en los cuales corrían regatos de leche y miel; se alzaban lindas mujeres blancas y desnudas que, al parecer, eran estatuas. A esos campos en los cuales vi volar a las golondrinas de Bécquer y oí el canto de los ruiseñores amigos de Loreley y de la alondra, alma musical de los balcones de Verona; a esos campos donde florecen los mitos y las rosas de Afrodita; donde pace el asno inmortal de Dionisos y donde crecen los laureles apolíneos. Esos campos Colónidos son antesala de los campos Elíseos donde me encontraré, sobre alfombras de asfodelos y sin que nuestros cuerpos proyecten sombra, con Abraham Valdelomar que volverá a preguntarme, indignado, como nos preguntaba a todos, qué razón hay para que en el Perú, a la libélula la llamen chupajeringa. Ya, entonces, no llegará eco humano a nuestros oídos. Pero estoy seguro de que el movimiento Colónido ha sido el único verdaderamente revolucionario en la Literatura del Perú. Gracias a él nos lanzamos, como azores, hacia el infinito azul. El portaestandarte de aquella armoniosa cruzada se llamaba Abraham Valdelomar. Si dios me da tiempo, escribiré su biografía, que será breve, como fue su vida, atrayente como fue su personalidad y perturbadora como una anécdota del siglo XVIII, tan hondamente sentido por Valdelomar.

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