lunes, 19 de noviembre de 2012


LIMA 1912. EL JIRÓN DE LA UNIÓN, LAS DOCE DEL DÍA

De la enumeración que nos sirve de título sólo hay dos palabras inalterables: Lima y el Jirón de la Unión. El año pudo ser el 11, pudo ser el 13; la hora, pudo ser la anterior, inmediatamente al meridiano o la posterior inmediata. No nos olvidemos de la graciosa y cabalística cita limeña:

- ¿Cuándo nos vemos?
- Un día de éstos.
- ¿Dónde?
- En el Jirón de la Unión.
- ¿Hora?
-  A la hora de almuerzo.

Lo divertido del caso es que así se citaban, encontrándose. La clave del asunto es que nadie que, en Lima, se estimase un poco, faltaba a la hora del almuerzo –entre las 12 del día y las 2 de la tarde– al paseo en el Jirón. A los efectos del paseo y la cita, el Jirón no tenía sino las siguientes cuadras: Mercaderes, Espaderos, La Merced, Baquíjano y Boza. O, lo que es lo mismo, de la Plaza de Armas a la Plazuela de la Micheo. El Portal de los Escribanos no contaba. La calle de Palacio, tampoco. Y tampoco contaban Belén y Juan Simón. Palacio y el Portal eran vías burocráticas o, si ustedes quieren, administrativas. Pertenecían a los aspirantes a prefecto, a subprefecto, a empleado en las diversas reparticiones públicas. En aquellos tiempos, los Ministerios no pasaban de seis. Durante muchos años fueron cinco, hasta que Piérola creó el de Fomento. Y todos, con la Presidencia de la República a la cabeza, funcionaban en la Casa de Pizarro, en el tan mentado Palacio de Gobierno. Hubo tiempo en que ahí estaba hasta la Cárcel: era en la calle de Pescadería. En esos días, la frase “Tomar y Palacio” significaba automáticamente cambio de Gobierno. Cuando nació el sétimo Ministerio –el de Marina–, se inició la descentralización de nuestras innumerables dependencias administrativas. Belén y Juan Simón eran, como se dice en el ridículo lenguaje de hoy, “calles residenciales”. Aquel paseo en aquel Jirón era de mujeres bonitas, de políticos, de literatos, de dandis y de tenorios. En esos paseos nacieron y murieron muchos amores y muchas combinaciones políticas. Al empezar el paseo, como quien sube del Puente, el ambulador dábase de manos a boca con una famosa cigarrería, sita en la esquina que formaban la calle de Los Mercaderes y la de Las Mantas. Aquella cigarrería fue, en tiempos, el más frecuentado mentidero de la época. En Mercaderes estaba la Peluquería de Guillén, en cuyas puertas se apostabantos elegantes para que las mujeres los viesen recién rasurados y con los bigotes luciendo paciente aliño. En la esquina de Mercaderes y Plateros de San Pedro estaban las Gotas Amargas, bebedero curioso que se preciaba de ofrecer tragos nada más que refrescantes y, a mucho decir, de regocijador estímulo. Lo cierto es que, a poco que uno se descuidase, salía borracho. En aquella esquina, pero no adentro del local, sino casi en la calle, solía detenerse don Carlos Wiesse, uno de los maestros más maestros que haya tenido el Perú, pozo de conocimientos y venero inagotable de bondad. En aquella esquina lo rodeaban estudiantes y periodistas. Ahí explicó, una mañana, la significación y los alcances del Derecho Americano de Asilo, y dijo que así debía decirse y no Derecho de Asilo Americano. Los que lo oyeron y aún viven, seguramente recuerdan cómo dijo, sutilmente, que el asilo ha existido siempre sobre todo en los templos y en ciertas grandes casas feudales o en los palacios de príncipes y reyes. El asilo diplomático es creación americana, hijo de la inmunidad y de la extraterritorialidad, cosas, éstas, que nacieron bajo la regencia de Ana de Austria, en Francia, y a causa de que los embajadores solían ser desvalijados en los caminos. Aún oímos las palabras de Wiesse cuando decía que ese asilo era sólo para delincuentes políticos y que sólo tenía alcances políticos. Y, siempre según el insigne tratadista, en cuanto aparecía la más vaga sospecha de delito común, el asilo debía cesar y el diplomático asilador estaba obligado a no otorgarlo o a concluir con él. Así enseñaba entonces el doctor Wiesse. Al frente de las Gotas, en Mercaderes, abríase un inmenso portalón. Por ahí se entraba a la redacción de la revista “Variedades” y en los altos trabajaba la Fotografía Moral. En las tardes del paseo, parábanse en aquella puerta don Clemente Palma, Director de “Variedades” y don Manuel Moral, propietario de la misma revista y de la fotografía. Ambos lucían mostachos enormes. Don Manuel con su aire donjuanesco de meridional fachendoso, que no en vano era portugués, y don Clemente con su facha entre melancólica y satánica, algo agresiva y algo tímida. Y era hombre buenísimo y uno de nuestros más puros y más altos valores literarios. Don Manuel miraba cuidadosamente a las mujeres. No con ojos codiciosos ni lúbricos. Era la mirada serena y escrutadora del artista de la fotografía, que busca la pose y la luz, y era, también, la mirada del experto en tasar ejemplares finos. Una mirada un poco cínica mas no ofensiva. Don Clemente se ocupaba en dividir en dos partes perfectamente iguales un largo cigarrillo color chocolate. Era, don Clemente, fumador empedernido y usaba unos cigarrillos desmesurados, marca Zuzini, color chocolate. Los partía porque, según él, fumando dos cigarrillos chicos fumaba menos, pues arrojaba dos colillas. Esto era cierto hasta cierto punto y dependía del tamaño de las colillas, que no debía ser muy luengo en fumador de los quilates de don Clemente. De todas maneras, el maestro se evitaba aspirar dos o tres miligramos de nicotina sobre mil gramos. De cualquier modo, la intoxicación disminuía. Más allá, en la calle de los Espaderos, se erguía, en la puerta de Broggi y Dora, la figura bizarra y galante de don Andrés Avelino Aramburú, siempre de levita y siempre con un ramo de violetas en la solapa y siempre con escarpines. Conversaba con políticos. El rumor de los coches era débil. No había algazara en el Jirón, no había gritos y nadie acometía a las gentes para forzarlas a comprar esto o aquello. Paseaba un elegante' de la época con su frío y casi impersonal dandismo demasiado británico, que estuvo a punto de demostrarnos que lo perfecto no es deseable. Y junto a ese dandismo de museo y que lucía la gélida belleza de lo disecado artís-ticamente, movíase el dandismo peruano y nervioso, un poco pícaro, un algo andaluz y un mucho personalísimo de Miguel Miró Quesada. El dandismo de éste tenía el preciso toque de arbitrariedad y fantasía que se necesita para ser original y para atraer miradas. Ambos elegantes eran frecuentadores del Jirón, todos los días y a la hora del almuerzo en aquella Lima de 1912, año más o menos. En aquella Lima que no era silenciosa sino confidencial; que fue gentil sin ser melosa, que fue cortés sin ser obsecuente. Una Lima donde todos nos conocíamos y donde cuando un amigo invitaba a otro a beber un aperitivo y el camarero se acercaba a preguntar qué bebían los señores, ambos contestaban:
–Cualquier cosa

El camarero llevaba para uno un pisco ligeramente teñido vermouth, y para el otro un pisco fuertemente coloreado de ferné. El camarero, pues, ya sabía el significado de esas dos palabras “Cualquier cosa” en boca de sus clientes. No discurrían por el Jirón, a esa hora del paseo meridiano, más vendedores ambulantes que algunas vendedoras: fruteras y floristas. Las paltas eran artículos de lujo, pues Chanchamayo no estaba tan cerca como ahora y los jazmines del Cabo eran flores familiares y no conocíamos la ausencia que hoy los envuelve. Tuvo, el Jirón, algo del Serapeum y del ágora de Atenas: Algo del Foro de Roma, algo del Zocodover de Toledo, algo de las ruidosas calles napolitanas. Donde Broggi, los políticos no cesaban ni un instante en su nobi-lísima tarea de salvar al país. En Guillén, los jóvenes irresistibles se sometían al examen de innumerables ojos femeninos que a lo mejor ni se fijaban en ellos. Y las mujeres iban y venían, deteníanse acá y allá, prodigaban sonrisas y miradas, repartían lindos mohínes de engañoso enfado. En las esquinas, los gastrónomos discutían sobre el almuerzo inmediato, acerca de las listas del Cardinal y de las minutas del Estrasburgo. Aún funcionaba el Americano, en Espaderos, y en las Mantas abrían sus puertas el Globo y el Cataluña. Las calles estaban saturadas de sonrisas, de piropos, de eso indefinible que se llama juventud. Hasta ciertos viejos ilustres, cuando transitaban por el Jirón y a la hora oficial, parecían jóvenes. Para el Jirón no había misterio ni dificultades. Todo era fácil y amable. Dicen que de todo esto no hace sino cuarenta años. Mentira. Debe hacer algo como mil años. Los que vimos aquello seguramente estamos más allá del milenio. Así era Lima, en el Jirón de la Unión, a las doce del día y en el año 1912. Y comprendemos que el encanto del recuerdo reside en que lo que fue no será jamás.

F.

Publicado en el diario EL COMERCIO, primera edición, Enero 13, de 1953

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